−No va
a ser fácil llegar a Toralla. La ciudad está infestada, así que tenemos que buscar una
ruta segura. Por cierto ¿tienes la pistola?
−Sí−contesté
mostrándole el arma bajo la camiseta.
−Bien.
Ahora sígueme, debo enseñarte algo.
Salimos
del soportal y callejeamos hasta llegar al colegio de las Jesuitinas, en una
esquina de Gran Vía con la calle Regueiro. Se trataba de un edificio del siglo
XIX al que le habían añadido cuatro plantas posteriormente, por lo que la
primera planta y los sótanos seguían reflejando cierto aspecto antiguo. Había
tenido varios amigos que habían estudiado ahí, por lo que tuve la ocasión de
entrar varias veces y deambular por aquellos históricos pasillos.
−Es
aquí−dijo Denis.
− ¿Cómo?
¿En este colegio? Pero, ¿qué hay aquí?
−Ya
verás. Tú dame la mano y no tengas miedo, ¿vale?
Subimos
las escaleras que daban a la puerta principal y entramos. Todo estaba en
penumbra, pero conseguí distinguir la ventanilla de la secretaría a la derecha.
La estancia de la entrada no era muy grande y estaba rodeada de varias puertas;
seguimos de frente y abrimos la puerta que conducía hacia el pasillo central, largo
y estrecho. En un hueco a la derecha unas escalerillas en espiral bajaban hasta
los sótanos, donde se encontraba el gimnasio y los vestuarios. En estas
estancias solo conseguía entrar la luz por unos ventanucos a ras de suelo.
Llegado a este punto, no tenía ni idea de lo qué Denis pretendía enseñarme y
estaba empezando a ponerme un poco nerviosa.
−Bueno,
¿qué hay aquí que sea tan importante?−dije, algo impaciente.
−Aún no
es aquí, hay que bajar un poco más.
−¿Bajar?
Esto son los sótanos, no se puede bajar más… yo entré en este colegio varias
veces y no…
−Pues
me temo que te vas a llevar una sorpresa. En el siglo XIX, las monjas de este colegio
no se dedicaban a educar, sino que utilizaban este centro para tratar a
enfermos. En ese siglo hubo varias epidemias, y una de ellas entró
exactamente por el puerto de Vigo procedente de la India. En 1833 se declaró la
primera epidemia del cólera. Este centro se supone que curaba a los afectados,
pero lo cierto es que la enfermedad no tenía un tratamiento específico y por
ello los enfermos eran apartados hasta morir, ya que las heces eran altamente
contagiosas.
−Y ¿qué
tiene esto que ver con lo que me vas a enseñar?−dije mientras Denis me conducía por los pasillos
estrechos de los sótanos, hasta que llegamos a una puertecita minúscula y Denis
la empujó.
−Estos pasadizos
donde dejaban morir a la gente están volviendo a ser usados−dijo, mientras abría
del todo la puerta−vamos, hay que bajar un poco más.
−Pero,
pero… ¡Denis! ¿Qué hay ahí abajo?, ¿no estarás diciendo que eso está lleno de…
esas cosas?−dije mientras retrocedía asustada.
−Nadia,
tranquila…−dijo tendiéndome la mano con voz suave− no son zombis… simplemente es gente contaminada, gente como… gente como
yo, que no quieren convertirse en un… que no quieren asesinar a nadie. Han
tomado una decisión y prefieren… morir aquí.
Retrocedí
un poco más conteniendo el aliento. No estaba segura de querer bajar ahí. No
estaba segura de querer ver a esa gente. ¿En qué estado se encontrarían? ¿Y si
había alguno que se acababa de convertir? ¿Cómo estaba Denis tan seguro de que no
pasaría nada?
−Entiendo
que tengas miedo, pero te prometo que no te pasará nada… nunca haría nada que
pudiese hacerte daño, Nadia. Sólo quiero que seas consciente de lo que está
pasando, que veas cual es la realidad y la gravedad del asunto. Además también
hay varios doctores que vienen cada día a echar una mano.
−Vale…
entiendo−dije sin estar totalmente convencida. Pero una parte de mí tenía
cientos de preguntas que debían ser resueltas y esta quizá fuese una buena
oportunidad para ello.−Vamos.
Cogí su
mano con fuerza y empecé a bajar tras él.
En
completa oscuridad bajamos durante unos minutos eternos unas escalerillas
estrechas y desiguales. Hubo varios momentos en los que estuve a punto de
resbalar, pero Denis me sujetó con fuerza. A medida que descendíamos empezaba a
subir un hedor a humedad y algo parecido al olor que desprendían los zombis. También empezaba a percibirse un
leve murmullo de voces y algún que otro jadeo desgarrado nada esperanzador. Notaba
una presión en la garganta y en el pecho que no me dejaba tragar ni respirar
con normalidad. Empezó a vislumbrarse una claridad al final de las escaleras. Y
por fin llegamos al túnel.
El pasadizo se encontraba lleno de antorchas que
daban una luz titilante al lugar. A cada lado del corredor se extendía una
hilera de camillas con los afectados encima; cada camilla contaba con sujeciones que
mantenían a los “pacientes” agarrados, aunque algunos luchaban por desasirse
violentamente entre jadeos y rugidos. El resto del pasillo se encontraba lleno
de individuos sentados y tumbados por el suelo. En total debía haber cerca de unas
treinta per… unas… unas treinta personas. De repente, no pude evitarlo, me
sentí como un ratón en una jaula llena de serpientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario